Consigna:
Buscar cuentos en la web de los escritores de las autobiografías, elegir uno que les guste especialmente y postearlo en el blog. Comentar qué les llamó la atención del cuento: procedimientos, trama, intriga, algo que los dejó pensando. Traten de describirlo específicamente. Qué tomarían prestado para un cuento propio.
Aquel peronismo de juguete
Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al
correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi
padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía "Perón
cumple, Evita dignifica", era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado
público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como
se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos.
Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando
llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con
la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una
caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había
otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de
tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.
En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol
que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer
olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía
me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo
soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad
que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a
mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo,
enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha
peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de
Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en
cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le
disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas
para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajó. Sospecho que mi
padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para
hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la
Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de
agua corriente.
Osvaldo Soriano Cuentos de los años felices
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Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel "sobrestante" que era mi
padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor
ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los
tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la
caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre
porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me
voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de
mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero
Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el
general de nuevo en el gobierno.
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo
había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas
cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo
frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: "Acá te mando
las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo". Y firmaba
Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una
amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores
en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos
poderoso y amigo. "En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los
niños", decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar,
entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz
en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación.
Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les
ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban
prohibidos. Los diarios llamaban "tirano prófugo" al General. En los barrios pobres las viejas
levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.
Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una
huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta
la plaza y muchos gritaban "Viva Perón, carajo". Entonces cargaron los cosacos y recibí mi
primera paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los
recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de
fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo.
Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al
pie del limonero, en el patio de mi casa.
Este cuento lo elegí por su titulo, me interesa la política entonces me llamo la atención. Me gusto como iba desde un proceso tan grande como el peronismo a uno tan individual como la experiencia personal del personaje en ese momento, ese recurso de contraste construye y le cuenta al lector el contexto de la historia. También me gusto el narrador, me pareció muy humano, no es alguien extraordinario sino que es un hombre común, y los lectores pueden empatizar con el y sentirse identificados.
Para un cuento propio me llevaría la elección del titulo. Personalmente elegirlos es algo que me cuesta y este en particular me pareció muy acorde a la historia, ademas le agrega cierta ideología.
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